La piel no resiste más. Bajo esa susceptibilidad inminente, tibia, inofensiva… hormiguea el desespero. Después de varios días de encierro de potestad propia ya mi piel no soporta tanta condena. Y la voluntad se vuelve suplicio. La obstinación me seduce. Camino entre los pocos metros cuadrados de mi apartamento, abro y cierro la nevera en repetidas visitas, me tiro en la cama a leer el periódico, me siento en la mesa de la cocina a abstraerme en el laptop… Ese aislamiento voluntario ya me extorsiona. La piel me reclama tanto castigo. Me retuerzo en el colchón como un ciempiés, veo la luz del sol desde la ventana de mi cocina, me asomo al espejo del baño para encontrar a alguien más en el apartamento. Las ansias de distanciarme de todo se vuelven solubles con el paso de las horas. Esa reclusión que anhelaba con voracidad se disipa. Soy un ermitaño incómodo y nómada. Me gusta la soledad, pero no me gusta estar atrapado. Fracaso rápido en esa misión de propia deportación. Quizás el retiro no es acá y está lejos, en otra parte. Quiero abrir la puerta del apartamento. Quiero imaginar una opción. Quiero escapar…pero a otro lugar donde no haya nadie.
Fuente: Terapia de piso