Al nivel de la conciencia ordinaria, negamos el dolor y la paradoja. Les administramos Valium, les atontamos con alcohol, o les distraemos con la televisión. Negar es una forma de vivir. Dicho de manera más precisa, es un modo de disminuir la vida, de hacerla parecer más soportable. La negación es la alternativa de la transformación. Negación personal, negación mutua, negación colectiva. Negación de hechos y de sentimientos. Negación de la propia experiencia, olvido voluntario de lo que vemos y oímos. Negación de la propia capacidad. Los políticos niegan los problemas, los padres niegan su vulnerabilidad, los maestros niegan sus proclividades, los niños niegan sus intenciones. Por encima de todo, negamos lo que sabemos está en nuestro corazón.
Estamos presos entre dos mecanismos evolutivos diferentes: la negación y la transformación. Hemos evolucionado, gracias a la capacidad de reprimir el dolor y de excluir por filtrado la información periférica. Ambas son estrategias muy útiles a corto plazo, que permitían a nuestros antepasados apartar a un lado estímulos que podían resultar excesivos en una situación de emergencia, en que, estimulados por el síndrome de lucha o huida, tenían que enfrentarse a un peligro físico.
La capacidad de negación es un ejemplo de la miopía de que puede a veces adolecer nuestro cuerpo. Algunas respuestas cor-porales automáticas son, a la larga, más fuente de daño que de ayuda. La formación de tejido cicatrizado, por ejemplo, impide que puedan reconectarse los nervios en la médula después de un accidente. En muchas heridas, la hinchazón resulta más dañina que el trauma original. Y más que los virus en sí, nos pone enfermos la histérica reacción excesiva de nuestro cuerpo frente a ellos.
La capacidad que tenemos para bloquear la propia experiencia constituye una vía muerta evolutiva. En vez de experimentar y transformar el dolor, el conflicto y el miedo, solemos desviarlos o suavizarlos movidos por una especie de hipnosis involuntaria. A lo largo de la vida, se van acumulando dosis crecientes de estrés. Al no darle salida, la conciencia se estrecha. La claridad se estruja hasta quedar convertida en un delgado rayo de luz salido de un proyector. Perdemos la vívida percepción de los colores, la sensibilidad a los sonidos, la visión periférica, la sensibilidad hacia los otros y la intensidad emocional. El espectro de la conciencia se estrecha cada vez más.
La verdadera alienación de nuestro tiempo no es con respecto a la sociedad, sino con respecto al propio ser. ¿Quién puede saber dónde empieza? Tal vez en nuestros primeros años, cuando un adulto, con toda amabilidad, trató de distraernos con un chiste o con un dulce de la rozadura que acabábamos de hacernos en una rodilla. Ciertamente la cultura no favorece el hábito de experimentar a fondo las propias experiencias. Pero quizá la negación habría hecho su aparición en cualquier caso, dada la habilidad que tenemos para enmascarar todo aquello que nos duele, aun a costa de una disminución de la conciencia.
Escapar es una solución a corto plazo, como la aspirina. El escape se decanta en favor de una sorda molestia crónica, en vez de una breve y aguda confrontación. Su coste es la flexibilidad; toda la amplia gama de movimiento de la conciencia entra en espasmo, igual que un brazo o una pierna contraídos por efecto de un dolor crónico. La negación, aunque constituya una respuesta humana y natural, exige el pago de un precio terrible. Es como si nos hubiéramos instalado a vivir en la antesala de la propia vida. Y, al final, no funciona. Una parte del ser siente agudamente todo el dolor reprimido.
La mayoría de los psicólogos ha usado durante un siglo un modelo burocrático de la mente: la mente consciente, como capitán en la cima; el Subconsciente, como un lugarteniente poco fiable; y el Inconsciente mucho más abajo, como un pelotón indisciplinado de energías eróticas, arquetipos y curiosidades. Produce desconcierto entonces, enterarse de que una instancia co-consciente ha estado operando todo el tiempo a nuestro lado, una dimensión de conciencia a la que Ernest Hilgard, psicólogo de Stanford, ha dado el nombre de Observador Oculto. Experimentos de laboratorio realizados en Stanford han demostrado que el dolor y otros estímulos, que no pueden recordar los sujetos hipnotizados, pueden ser reconocidos por otra parte de su ser. Esta instancia consciente está siempre presente, está siempre sintiendo en plenitud. Y se la puede solicitar muy fácilmente, según han demostrado los experimentos de Hilgard. Por ejemplo, una mujer hipnotizada, con una mano inmersa en agua helada, informaba en todo momento, en una escala de dolor de 0 a 10, que el dolor que sentía en esa mano era 0. Pero la otra mano, provista de lápiz y papel, iba informando del aumento de la sensación de dolor: «0…, 2…, 4…, 7…» Otros sujetos daban informes verbales contradictorios, dependiendo de a que «yo» se dirigía el hipnotizador.
Todas las experiencias y emociones negadas resuenan incesantemente, como discos rayados, en la otra mitad del ser. Para mantener toda esta información circulando fuera del ámbito de la conciencia ordinaria, se requiere dedicar una cantidad impresionante de energía. No es de extrañar si sentimos malestar, si nos sentimos fatigados, alienados.
Dos estrategias fundamentales están a nuestro alcance: la vía del escape y la vía de la atención.
En su diario, escrito en 1918, Hermann Hesse recordaba un sueño en el que oía dos voces distintas. La primera le invitaba a buscar fuerzas para superar el sufrimiento, para encontrar la calma. Sonaba como si fuese la voz de los padres, del colegio, de Kant o de los curas. Pero la segunda voz, que venía de más lejos, a modo de «causa primordial», decía que el sufrimiento solamente duele porque lo tememos, porque nos quejamos de él, porque lo huimos.
«Sabes muy bien, en el fondo de ti mismo, que no hay más magia, ni más poder, ni más salvación… que lo que llamarnos amor. Pues bien, entonces ama tu sufrimiento. No le opongas resistencia, no le huyas. Entrégate a él. Solamente te duele a causa de la aversión que le tienes, sólo por eso».
El dolor es la aversión; la magia curativa es la atención.
Si le prestamos suficiente atención, el dolor puede dar respuesta a nuestras más cruciales preguntas, incluso sin haber llegado a formulárnoslas. La única forma de salir del sufrimiento es pasando a través de él. Como dice un antiguo texto sánscrito: «No intentes esquivar el dolor, pretendiendo que no es real. Si buscas la serenidad en la unidad, el dolor se desvanecerá por sí mismo».
Conflicto, dolor, tensiones, miedos, paradojas… son otras tantas transformaciones que intentan salir a la luz. El proceso transformativo comienza desde el momento que decidimos afrontarlos. Quienes descubren este fenómeno, sea por azar o como resultado de una búsqueda personal, poco a poco llegan a darse cuenta que la recompensa bien merece el miedo a una vida no anestesiada. La resolución del conflicto o del dolor, la sensación de liberación que ello produce, facilita el afrontamiento de crisis y paradojas sucesivas.
Ferguson, La conspiración de Acuario.
Fuente: Gestalt Terapia