Las 10.000 horas

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“¡Un genio! ¡He practicado catorce horas diarias durante treinta y siete años, y ahora me llaman genio!” Pablo Sarasate

Rebuscando un poco entre mis textos, he encontrado este extracto de un libro titulado «Fueras de Serie» del autor Malcom Gladwell, y he decidido publicarlo en el blog por que considero que aunque algo largo, merece la pena que sea compartido.
Así encontrará el éxito
Hace más de un decenio que los psicólogos del mundo entero debaten apasionadamente sobre una cuestión que la mayoría de la gente consideraría zanjada hace muchos años. La pregunta es: ¿existe el talento innato?
La respuesta obvia es que sí. El éxito es talento más preparación. El problema de este punto de vista es que, cuanto más miran los psicólogos las carreras de los mejor dotados, menor les parece el papel del talento innato; y mayor el que desempeña la preparación (…) De hecho, los investigadores se han decidido por lo que ellos consideran es el número mágico de la verdadera maestría: diez mil horas.
Los Beatles tocaron 270 noches en año y medio en Hamburgo. Al final de esa experiencia sonaban como nadie.
Las dichosas diez mil horas son una enorme cantidad de tiempo. Es casi imposible alcanzar esa cifra por uno mismo cuando se es un adulto joven. Hay que tener padres que le animen y apoyen a uno. No se puede ser pobre, porque si uno tiene que atender un trabajo de jornada reducida aparte para llegar a fin de mes, no le quedará tiempo suficiente para practicar durante el día. De hecho, la mayoría de la gente sólo puede alcanzar esa cifra formando parte de alguna especie de programa especial -como una selección sub-16 de hockey- o accediendo a alguna especie de oportunidad extraordinaria que les dé una posibilidad de invertir tantas horas en una misma cosa.
Esta regla de las diez mil horas, ¿es una regla general para el éxito?
Vamos a probar la idea con dos ejemplos, y para simplificar, vamos a elegirlos tan familiares como nos sea posible: los Beatles, uno de los grupos de rock más famosos de todos los tiempos, y Bill Gates, uno de los hombres más ricos del mundo.
Lennon y McCartney empezaron a tocar juntos en 1957, siete años antes de desembarcar en América (…) En 1960, cuando no eran más que un conjunto rock de instituto que luchaba por abrirse camino, les invitaron a tocar en Hamburgo (Alemania). «En el Hamburgo de entonces no había clubes de música dedicados al rock and roll, pero sí barras americanas», explica Philip Norman, biógrafo de los Beatles. Uno de los dueños de estos clubes de mala nota, llamado Bruno, había empezado como empresario de parque de atracciones. Se le ocurrió la idea de llevar grupos de rock a tocar en varios clubes. Tenían esta fórmula. Era un enorme espectáculo ininterrumpido, con mucha gente entrando y saliendo a todas horas. Y las bandas tocaban todo el tiempo para atraer a ese flujo humano. En un barrio rojo de Estados Unidos lo habrían llamado non-stop strip-tease. (…) ¿Y qué tenía Hamburgo que lo hacía tan especial? No era que pagasen bien. Pagaban mal. O que la acústica fuera increíble. No lo era. Ni que el público fuese sensible y entendido. Todo lo contrario. Fue simplemente la cantidad de tiempo que el grupo tenía que tocar.
Oigamos a John Lennon, entrevistado después de que los Beatles se disolvieran, hablando sobre las actuaciones de la banda en un strip-club de Hamburgo, el Indra: «Íbamos mejorando y ganando en confianza. Era inevitable, con toda la experiencia que daba tocar toda la noche. Y al ser extranjeros, teníamos que trabajar aún más duro, poner todo el corazón y el alma para que nos escucharan. En Liverpool, las sesiones sólo duraban una hora, así que sólo tocábamos las mejores canciones, siempre las mismas. En Hamburgo debíamos tocar ocho horas, así que no teníamos más remedio que encontrar otra forma de tocar».
Escuchemos ahora a Pete Best, batería de los Beatles en aquellos tiempos: «Cuando corrió la voz de las actuaciones que hacíamos, el club comenzó a programar muchas seguidas. Actuábamos siete noches por semana. Al principio tocábamos casi sin parar hasta las doce y media, cuando cerraba el club, pero a medida que fuimos mejorando, la gente se quedaba hasta las dos casi todas las noches».
Al final, los Beatles viajaron a Hamburgo cinco veces entre 1960 y finales de 1962 (…) En poco más de año y medio habían actuado 270 noches. De hecho, cuando tuvieron su primer éxito en 1964, habían actuado en directo unas 1.200 veces. Para comprender cuán extraordinario es esto, conviene saber que la mayoría de los grupos de hoy no actúan 1.200 veces ni en el curso de sus carreras enteras. El crisol de Hamburgo es una de las cosas que hacen especiales a los Beatles.
«Cuando llegaron allí eran unos inútiles sobre el escenario, pero volvieron siendo muy buenos», sigue Norman. No sólo ganaron en resistencia. Tuvieron que aprenderse una enorme cantidad de temas y hacer versiones de todo lo imaginable, no sólo de rock and roll, también algo de jazz. Antes de ir a Alemania carecían de toda disciplina escénica. Pero cuando volvieron sonaban como nadie. Eso fue lo que les dio su sello.
Pero volvamos a la historia de Bill Gates, casi tan conocida como la de los Beatles: un joven y brillante matemático que descubre la programación. Deja Harvard. Funda con sus amigos una pequeña empresa de informática llamada Microsoft; y a fuerza de pura brillantez, ambición y cuajo, la convierte en un gigante del sector del software. Hasta aquí, el perfil en sentido amplio. Pero vamos a cavar un poquito más profundo.
El padre de Gates era un rico abogado de Seattle, y su madre, hija de un banquero acomodado. De niño, Bill se reveló como un talento precoz, fácilmente aburrido por los estudios; así que sus padres lo sacaron de la escuela pública y, cuando iba a empezar el séptimo curso, lo enviaron a Lakeside, una escuela privada a la que las familias de la élite de Seattle enviaban a sus hijos. A mitad del segundo año de Gates en Lakeside, la institución creó un club informático.
«Todos los años, el club de madres de la escuela organizaba un mercadillo de artículos usados, y siempre estaba la pregunta de adónde iría el dinero», recuerda Gates. «A veces se destinaba al programa de verano, que permitía a los chicos de ciudad pasarlo en el campus. También se destinaba a las necesidades de los profesores. Aquel año se invirtieron 3.000 dólares en una terminal informática sita en un cuartito del que procedimos a apoderarnos. Nos parecía una cosa asombrosa». Y tanto, porque era 1968. Y en los años sesenta ni siquiera las universidades tenían clubes informáticos (…)
Bill Gates pudo programar en tiempo real mientras cursaba octavo de educación básica. A partir de aquel año, Gates vivió en la sala del ordenador. Él y otros empezaron a enseñarse a sí mismos cómo usar aquel extraño dispositivo nuevo. Ni que decir tiene que alquilar una terminal entonces puntera como la ASR salía caro incluso para una institución tan rica como el Lakeside, así que los 3.000 dólares recaudados por el club de madres no tardaron en agotarse. Los padres recaudaron más dinero. Los estudiantes se lo gastaron. Entonces, un grupo de programadores de la Universidad de Washington formó un equipo llamado Computer Center Corporation (o C al Cubo), que arrendaba horas de ordenador a empresas locales. Quiso la suerte que una de los fundadores de la firma, Monique Rona, tuviera un hijo en Lakeside, un año por delante de Gates. Y al club informático de Lakeside, se preguntó Rona, ¿no le gustaría probar los programas de software de la empresa durante los fines de semana a cambio de tiempo de programación gratuito? ¡Pues no faltaba más! Después de la escuela, Gates tomaba el autobús a las oficinas de C al Cubo y programaba hasta bien entrada la noche.
C al Cubo acabó por quebrar, lo que dejó a Gates y a sus amigos merodeando alrededor del centro informático de la Universidad de Washington. No tardaron en dar con otra empresa, ISI (Information Sciences Inc.), que les cedió horas de ordenador gratuitas a cambio de su trabajo en un software para automatizar nóminas de empresa (…) «Era mi obsesión», cuenta Gates al hablar de sus tempranos años en el instituto. «Me saltaba la educación física. Iba allí por las noches. Programábamos durante los fines de semana. Rara era la semana que no echábamos veinte o treinta horas (…) Por eso soy siempre tan generoso con la Universidad de Washington, porque me dejó robar tantas horas de ordenador».
(…) Aquellos cinco años que van desde octavo grado hasta el final del instituto fueron el Hamburgo de Bill Gates. ¿Y qué tenían en común prácticamente todas aquellas oportunidades? Que le dieron a Bill Gates tiempo suplementario para practicar. Cuando Gates dejó Harvard después de su segundo año de estudiante para probar suerte con su propia empresa de software, llevaba siete años consecutivos programando prácticamente sin parar. Había sobrepasado con creces las diez mil horas. ¿Cuántos adolescentes del mundo reunían la clase de experiencia que tenía Gates? «Me sorprendería mucho que hubiera habido cincuenta en todo el mundo», contesta él. (…) Todos los fueras de serie que hemos visto son beneficiarios de alguna especie de oportunidad insólita. (…) Fingimos que el éxito es exclusivamente un asunto de mérito individual. Pero no hay nada en ninguna de las historias que hemos visto hasta ahora que corrobore que las cosas son así de simples. Estas historias, en cambio, hablan de personas que tuvieron una oportunidad especial de trabajar duro y bien y la aprovecharon; y que además llegaron a su mayoría de edad en un buen momento para que su extraordinario esfuerzo fuese recompensado por el resto de la sociedad. Su éxito no fue sólo de fabricación propia: fue un producto del mundo en el que crecieron.
(…) Hasta ahora, en Fueras de serie hemos visto que el éxito proviene de la acumulación estable de ventajas: cuándo y dónde se nace, a qué se dedican los padres, cuáles son las circunstancias educativas. Otra pregunta es si las tradiciones y actitudes que heredamos de nuestros antepasados pueden desempeñar el mismo papel.
En las décadas de 1960 y 1970, el psicólogo holandés Geert Hofstede trabajaba para el departamento de recursos humanos de la oficina central europea de IBM. (…) Sostenía que se pueden clasificar las culturas según la confianza que éstas tengan en que el individuo cuide de sí mismo. Llamaba a eso «escala de individualismo versus colectivismo». No obstante, de todas las dimensiones de Hofstede, quizás la más interesante sea la que él llamó el «índice de distancia al poder»: está relacionada con las actitudes hacia la jerarquía, en concreto, con cuánto valora y respeta la autoridad una cultura en particular. Para medir esa distancia, Hofstede hizo preguntas como: «Con qué frecuencia, en su experiencia, se da el siguiente problema: ¿los empleados tienen miedo de expresar su desacuerdo con los gerentes? ¿Hasta qué punto aceptan y esperan los miembros menos poderosos de organizaciones e instituciones que el poder se distribuya desigualmente? ¿Cuánto se respeta y se teme a la gente mayor? ¿Tienen las personas que ostentan el poder privilegios especiales? (…)
(Un ejemplo:) Los accidentes de aviación rara vez se producen en la vida real de la misma manera que en las películas. Las distintas partes del motor no explotan con un violento estallido. El timón de dirección no se rompe por la fuerza del despegue. El capitán no profiere un «¡Dios mío!» al ser arrojado contra el asiento (…). En un choque típico, el tiempo es malo, no necesariamente horrible, pero sí lo suficientemente malo para que el piloto se sienta un poquito más estresado que de costumbre. En un número apabullante de choques, el avión lleva retraso, y por eso los pilotos van con prisa. En el 52% de los choques, en el momento del accidente el piloto llevaba despierto doce horas o más, lo cual significa que está cansado y no piensa con claridad. El 44% de las veces era la primera vez que los pilotos volaban juntos, y eso quiere decir que no se sienten cómodos el uno con el otro. Entonces comienzan los errores, y no sólo uno.
(…) Después del choque de Kennedy (alusión al accidente de un avión colombiano en Nueva York en 1990), la dirección de las líneas aéreas Avianca encargó una investigación. Avianca acababa de tener cuatro accidentes en muy poco tiempo: Barranquilla, Cúcuta, Madrid [93 muertos] y Nueva York, y los cuatro casos, concluyó la línea aérea, «afectaban a aviones en condiciones perfectas para el vuelo, con una tripulación sin limitaciones físicas cuya capacidad de vuelo se consideraba normal o por encima de la media, y aun así, los accidentes se produjeron».
En el choque de Madrid [ocurrido el 27 de noviembre de 1983 en Mejorada del Campo], continuaba el informe, el copiloto intentó avisar al capitán de lo peligrosa que era la situación: «El copiloto tenía razón. Pero murieron porque cuando el copiloto hizo preguntas (…), la reacción del capitán fue ignorarle por completo. Quizá el copiloto no quería parecer rebelde poniendo en entredicho el juicio del capitán, o no quería quedar como un tonto porque sabía que el piloto tenía mucha más experiencia que él en aquella área. El copiloto debería haber defendido sus opiniones con más fuerza».
Nuestra capacidad de tener éxito en lo que hacemos está poderosamente relacionada con el lugar de donde somos. Y ser buen piloto y proceder de una cultura con una alta distancia al poder es una combinación difícil.
De libro «Fueras de serie», de Malcolm Gladwell
Fuente: elpais.com
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