Las tres de la mañana. Toca dormir, pero antes de eso quería echar unas palabritas por aquí.
Estos días estoy asistiendo a unas jornadas de cine y locura – muy interesantes. Se proyecta una película y luego hay un debate.
Hay muchas reflexiones a compartir, tanto de las películas, interesantísimas, como del debate posterior donde acuden bastantes enfermos mentales que comentan sus experiencias al hilo de la película (aunque con demasiada frecuencia, no siempre es al hilo de la película…).
Una principal que me llevo, es que lo más importante para el paciente es la calidad de vida. Si un paciente tiene un diagnóstico peor que otro, pero es más feliz, y tiene mayor calidad de vida, ¿quién está mejor? (Si no ha quedado claro, el de la calidad de vida). Me llevó a pensar, tirando del hilo, de si no deberíamos ya desde las escuelas enseñar, de una manera más parecida a las sesiones de terapia grupales que al estudio típico, asignaturas como «Compasión», «Amor», «Ternura», «Rabia», «Grupos», etc. Es decir, enseñar a gestionar emociones. Y no sólo para tener ciudadanos más felices (por si nos parece poco), sino porque se rebajaría el gasto sanitario, habría más salud y por tanto más individuos productivos, y porque son necesarias en el ámbito de trabajo hoy día: cada vez las habilidades sociales tienden a ser mejor valoradas que las puramente técnicas, porque se necesitan y producen.
Otra, es que se me hace patente la discordancia entre métodos y escuelas… lo cual no redunda en beneficio del usuario. A ver, mesentienda: es necesario que haya discrepancias, pero me parece que a veces son peleas entre acólitos de diferentes dogmas. Se necesita un entendimiento.
Otra reflexión es acerca de lo poco que se le da la voz a los propios enfermos y lo estigmatizados que están por el resto de la sociedad. Baste para ilustrar que, en contra de lo que comúnmente se cree, el ratio de criminalidad/agresión es menor en enfermos mentales que entre el resto de la población sin diagnosticar. Sin embargo se asocia enfermedad mental a miedo, a maldad, a falta de control (qué enferma está esta sociedad en su obsesión por controlar donde demoniza la espontaneidad e imprevisibilidad…), etc.
Por cierto, ahí va una pregunta:
¿Cuál es la diferencia entre creer en Dios y creer en que uno proviene de una raza de alienígenas que han insertado algunos individuos en la Tierra?
Tiene más miga de la que parece. Mi respuesta es, claro, que a nivel inconsciente, ninguna. En los dos casos se trata de una defensa, de dar respuestas fantasiosas pero indestructibles a preguntas que nos atormentan. Montar un esquema que me valga, que sostenga mi mundo y me ayude a encontrar un sentido a mi vida. Y que sea lo más resistente posible.
Intervienen también otros factores, claro está. Como cuando la religión ha sido enseñada, de tal manera que ha sido introyectada del entorno – ¿Por qué ésa y no otra? Porque es la mejor en términos de cercanía y calidad de las respuestas en mi momento personal.
Sin embargo, ¿verdad que miraremos de manera diferente al que nos diga que cree que es una criatura de Dios, a quien nos diga que proviene de un planeta llamado Gurjilondis-X-26 que se encuentra a 13.244 años luz de la Tierra?
Sin embargo, la distancia en términos psicológicos, quizá sea mucho más pequeña.