Estamos acostumbrados a repasar lo que hacemos, a darle vueltas a lo que sentimos, y sin embargo, acerca de nuestros pensamientos, pocas veces los ponemos en tela de juicio. Sobre todo cuando estamos enfadados con nuestra pareja, o con alguna persona que consideramos que actúa incorrectamente. Nuestro pensamiento sobre la situación nos coloca en una postura que nos confronta, generando suficiente hostilidad y una tensión que se traduce en un malestar físico en nuestro propio cuerpo y en un ambiente que se altera, que se irrita, estés donde estés.
La cabeza y los espacios se llenan de ruido, sobre todo, de monólogos interiores, donde se habla, se acusa, o se grita, sin embargo, nadie se comunica. Para esto último es necesario estar fuera de la tensión, del malestar que acusa, del ruido de fondo que impide escuchar. Cuando nuestros pensamientos nos han hecho presa del miedo, ese sentimiento justifica sentirnos poseedores de la verdad, o de lo que es correcto.
Y cuando estamos en este espacio de prepotencia y de soledad, comunicarse es una meta imposible. Es un diálogo de sordos donde cada uno tiene su propia ley sin que medie la más mínima duda acerca de nuestras percepciones, que, a la larga, no dejan de ser una interpretación de la realidad que se ajusta a su vez a unas cuantas creencias, y sobre todo, a nuestros propios recuerdos que nos hacen pensar que estamos en lo cierto. Nos asusta sobremanera cuestionar que esas certezas sean relativas, y que estén de alguna forma limitadas por las percepciones de los demás. ¿Cuál es entonces la verdad?
Lo que percibimos, aunque nos quedemos callados, encerrándonos en nosotros mismos con desaliento o decepción, o todo lo contrario, nos lleva a reaccionar con dureza, incluso con violencia ante lo que ocurre, nos parece una injusticia, sobre todo para nosotros. Lo que estamos interpretando no dejan de ser hologramas, elaboraciones de pensamiento creados por nuestra mente. Y aún siendo una creación de nuestra mente, sufrimos. Y en este punto es donde nos perdemos con nuestros pensamientos. Nos agarramos a su aparente realidad. Lo contrario nos haría sentirnos perdidos, en manos de otros, o de las circunstancias.
Sin embargo, no caemos en que debido a esa vieja costumbre, a este hábito de respuesta emocional, lo que aparentemente buscamos evitar nos atrapa sin que podamos distinguir que hemos sido los generadores de nuestro propio infortunio, dándole a las personas o a las circunstancias el poder de hacernos daño. Cuanto más no instalamos y nos encerramos en las fortalezas de un pensamiento que enjuicia, éste termina por convertirnos en una figura de barro, donde el aparente azar la moldea. Pasamos a ser unas marionetas de un enredo mental, sin poner distancia a lo que sucede, porque nos duele, y de continuo, permanecemos en el sufrimiento, dando vueltas a los mismos pensamientos que impiden la perspectiva.
Las actuaciones de otras personas, que igualmente responden a esta misma dinámica de enredo mental parecen suficiente justificación para perder nuestra paz. Así cualquier conversación deriva en discusión, donde el diálogo está ausente, y la hostilidad toma forma, hasta cortar con las palabras la posibilidad del entendimiento. Se trata de dos ciegos que a toda costa persiguen tener la razón, y hasta que la dinámica se enrarece, uno de los interlocutores asume un papel más activo que el otro, quien desde su pasividad también se involucra en querer tener la razón, en apoyar para sí mismo sus propias percepciones.
Y no hace falta discutir para que la incomunicación esté presente. Basta con que uno de los dos desee algo distinto a lo que ocurre, para que se establezca un desequilibrio, que como por arte de magia, trae al presente las dinámicas de relación de las familias de origen, y sobre todo, revivimos sensaciones profundas de desamor, sufrimiento y tristeza. Tácitamente se quiere tener razón acerca de lo que no es posible. O nos sentimos impotentes y cobardes para alejar de nuestro pensamiento aquello que nos mantiene en la negación de lo que queremos.
Cuesta detenerse e indagar en eso que pensamos cuando nos duele, y aún más cuando deseamos algo con toda nuestra alma. Somos entonces como niños de cuatro años, confundidos, no se entiende cómo la vida nos niega, a través del otro, esa experiencia gratificante que se anhela, el consuelo, el éxito, o aquellas cosas que se esperan conseguir si el otro cambia, o que nos deje de dar problemas, que nos lo ponga más fácil. ¿Cuánto de realidad tiene entonces lo que sucede, si soy tan vulnerable a ello?
Mi bienestar está hipotecado ante lo que parece pasar, porque me rompe, y mis interpretaciones convierten la experiencia, la relación, o la vivencia, en una lucha, en un empeño ciego para que lo que pasa encaje en lo que deseo, o lo que creo que tendría que ser.
La percepción del mundo es la especialidad del lado izquierdo de nuestro cerebro, que hace continuas elaboraciones de la realidad, a partir de nuestros pensamientos. Nos hemos entrenado a lo largo de nuestra vida en una forma particular de percibirla. ¿Estaríamos dispuestos a una nueva creación que refuerce positivamente lo que nos hace bien? ¿A experimentarnos libres de creaciones que nos hipotecan en nuestras percepciones? ¿A permanecer en un estado de bienestar aunque la persona que amamos no responda a nuestros deseos?
Cuando el bienestar personal deja de ser consecuencia de la conformidad o disconformidad que experimentamos con respecto a lo que hacen las demás personas al tener en cuenta o no, nuestros deseos, inseguridades, miedos, o anhelos, nos aproximamos a una libertad que nos regala la autonomía de confiar plenamente en quien soy, aceptando que las cosas que quiero son mi aprendizaje y mi experiencia personal. Entonces es posible considerar que ningún ser humano puede defraudarnos, ni tiene la obligación de cubrir nuestras necesidades, por lo que esperarlo de nuestros padres, amigos, jefes, parejas, amantes, conocidos, etc, carece de sentido.
Quizás a partir de esta compresión sea más fácil dejar de enredarnos con sentimientos de dolor, ansiedades y pérdidas de motivación. Cada persona está abierta a la posibilidad de descubrir por sí misma que puede crear belleza, alegría, felicidad y bienestar a partir de respetarse en la calidad de sus propios pensamientos y acerca de lo que piensa de los demás. Y ese respeto es posible si somos generadores de pensamientos de cooperación para poder comunicarnos. De manera que nadie tiene por qué resolverme, ni es necesario hacerlo con otros. Cambiamos la perspectiva, aceptando que estamos aquí, juntos, para compartir, e ir a favor del potencial de cada uno.
Artículo de Graciela Large,
Experta en Comunicación
y Terapeuta de desarrollo personal.
Creadora de la página Comunicación en pareja
Fuente: TERAPIA Y FAMILIA