Ayer estaba en uno de esos días en que se te cae la casa encima. Pensaba que no podía hacer nada para mejorar mi situación actual. ¿Qué puedo hacer yo, si no soy nadie? Entonces, no sé por qué me acordé de una conversación que tuve una tarde estival, de calor bochornoso, en la que toda la familia estaba dormitando en el sopor de la siesta en sus respectivas habitaciones, y yo aproveché el momento de soledad para darme un baño y tomar el sol en la piscina que todos los años montamos en el huerto de mi casa para el disfrute de los pequeños (y de los no tan pequeños). Entonces mi sobrino Roberto, cuya ansia por vivir la vida no le permite disfrutar de la siesta, se metió conmigo en la piscina y me dijo:
– ¿Sabes tía que yo he inventado el agua?
– Ahh, ¿si?, le contesté sin hacerle demasiado caso.
– Sí, pensé que sería interesante inventar algo para jugar y refrescarte en verano y entonces inventé el agua. Pero no te creas que sólo inventé el agua, sino que también he inventado todo lo que tiene que ver con el agua.
– Por ejemplo, ¿qué?
– Pues todo: las piscinas, los flotadores, la colchoneta esa en la que ahora estás tú tumbada, también la inventé yo.
– ¿No me digas? Pues que gran invento., le seguía yo la corriente.
– Ya lo sé. También inventé el pozo, para poder llenar de agua la piscina.
– Buena idea.
– Y también inventé el hielo. Claro que para inventar el hielo, tuve antes que inventar el congelador.
– Claro.
– Y después inventé los polos de sabores y después el helado. ¿Y sabes también qué he inventado?
– ¿Qué?
– El mar, por su puesto. Pero el mar al principio estaba quieto y no se movía, y pensé que debía inventar entonces las olas, así que metí mis manos en el mar y lo removí así con fuerza y entonces inventé las olas.
Mientras me explicaba esto, ejemplificaba el acto, metiendo los brazos en el agua de la piscina y removiendo con tal fuerza, hasta provocar un pequeño oleaje que casi me hace volcar de la colchoneta.
– Pues sí que estás tú hecho un buen inventor, le dije mientras me recomponía encima de mi, hasta entonces, plácido acomodo.
– Pues sí. ¿Y sabes también qué me he inventado?
– ¿Más?
– Sí, la lluvia la he inventado yo, porque un día pensé que el agua de la tierra se podía acabar y estaría bien que de vez en cuando lloviera para que se volviera a llenar la tierra de agua y llenar las piscinas. Además yo puedo hacer que llueva siempre que quiera, sólo tengo que cerrar fuerte los ojos y pensar que llueva, y entonces empieza a llover.
Hasta aquí llegó la cosa. Me incorporé de mi colchoneta y le dije:
– ¿No crees que eres un poquito mentirola?
– Noooo, bueno… aunque en mi colegio de Logroño me decían Roberto el mentiroso…, ummm, pero eso era por otra cosa… lo que te estoy contando ahora es todo verdad.
– ¿Entonces es verdad que puedes hacer que llueva?
– Sí.
– ¿Ahora mismo?
– Sí, claro.
– Pues hazlo.
Y me respondió muy convencido:
– Jo, tita, es que a mí no me apetece que llueva ahora, que estamos aquí tú yo tan agustito, conversando…
Ayer recordé esta historia y no pude más que reírme. Si mi sobrino de siete años puede hacer que llueva, ¿qué no puedo hacer yo…?