Hoy en día parece que establecerse en una relación de pareja con proyección de futuro o durante mucho tiempo se ha convertido poco menos que en una misión imposible, y este hecho hace que muchos decidan, tomen la opción de la “multipareja” o la de ser un “esclavo sin esperanza” (por permanecer en un estado o en un sitio donde realmente no quiere ni desea estar)
Parece que, como todo lo demás en este mundo, las relaciones de pareja también se han tornado inestables, superficiales, breves, sólo para satisfacer necesidades inmediatas que no resisten el paso del tiempo.
La Dra. Spagnuolo Lobb, introduce en uno de sus trabajos esta temática y escribe:
“¿Es difícil enamorarse o es difícil permanecer en pareja?
El enamoramiento es ciego, se sabe, pero, más que ciego, diría que se centra en las necesidades del enamorado, antes que en las necesidades del otro. Nos enamoramos de quien nos parece pertenecer a una especie de tierra prometida, de quien habla una lengua que siempre habríamos querido escuchar para con nosotros. Por fin, una persona que comprende nuestras intenciones, que puede darnos el reconocimiento humano que siempre hemos deseado de las personas amadas, un buen espejo que finalmente nos hace sentir vistos. Y mágicamente, esta simple sensación nos permite respirar mejor, nos hace sentir más ligeros, nos hace sentir más buenos y más dispuestos ante los otros, más confiados en la posibilidad de que la humanidad pueda acogernos finalmente en el lugar que merecemos.
Es esta maravillosa apertura humana nacida del sentimiento de ser comprendidos, captados profundamente por el otro, lo que nos lleva a decir frases como: «No podría vivir sin ti», «Lo haría todo por ti», «Tú eres mi vida». El amor que acompaña al enamoramiento tiene un único defecto: es extremadamente dependiente del otro. Se está ligado al otro porque sólo él nos hace sentir así de reconocidos. Pero ¿quién es el otro? No siempre se tiene una visión detallada, sea porque se está «cegado» por la belleza de lo que experimentamos, sea porque si realmente nos fijáramos en algunos detalles (que en realidad vemos aunque no podamos «profundizar» en ellos) el sentido del maravilloso reparto del paraíso se desvanecería. Sin embargo, en ese momento de nuestra vida todo nuestro organismo está centrado en la conquista de una «tierra prometida», y poner en tela de juicio al otro, a quien tanto hemos buscado, no sería lo justo.
¿Y qué siente el otro? El otro puede estar también enamorado, puede sentir la música que deseaba sentir en las palabras de la persona amada (obviamente una música totalmente diferente de la que siente ésta), o bien puede estar menos enamorado, y estar con la pareja sobre bases más modestas pero también más «objetivas».
El enamoramiento es importante para la pareja, sin esto nadie tendría el coraje de abrirse íntimamente y permanecer ligado a lo largo del tiempo a otra persona. El enamoramiento es una especie de milagro de la naturaleza, como el abrirse de una flor, en el que todo el organismo está implicado en el rescate terapéutico de sí, ante la posibilidad de amar desde lo profundo del propio ser con la espontaneidad que la incomprensión de la vida nos ha quitado.
Hoy en día, este sentimiento de profunda revolución interior, de apertura a la posibilidad de ser comprendido por el otro, no ocurre «normalmente» como debiera. ¿Qué impide a las nuevas generaciones caer en el amor (como se dice en inglés, to fall in love)? Para caer tiene que haber una cierta seguridad de poderse levantar, o más aún, uno tiene que poder sentirse a sí mismo y aceptarse teniendo la necesidad de ser visto por el otro. Me parece que falta esto en las nuevas generaciones: la capacidad de sentirse a sí mismo. Incluso después es difícil enamorarse, iniciar una historia «sincera».
Otras veces, durante el recorrido que atraviesa la pareja, se pierde la espontaneidad, aunque manteniendo al mismo tiempo una adaptación recíproca. Sentimientos como la vergüenza, la rabia, el amor, el sentido de pertenencia se convierten en la dolorosa normalidad cotidiana.
Sucede, por ejemplo, que aquello que normalmente empieza como deseo de cuidar al otro, o de relajarse en la intimidad, termina en una lucha sobre quién decide, o en la desesperación de no ser capaz de contactar y de ser contactado por el otro.
Los integrantes de la pareja interactúan moviéndose entre dos factores: el deseo de contactar con el otro y el miedo de no ser comprendido en este deseo que, como toda búsqueda de reconocimiento, nos deja expuestos a la humillación de ser valorados negativamente, como inadecuados para la otra persona.
Lo más doloroso no es tanto el hecho de no ser comprendido por el otro en el contenido de la propia experiencia, como el no ser visto en el deseo y en la tentativa de alcanzarlo.
El deseo de intimidad que sostiene y motiva la vida de pareja es parecido al deseo de sentirse en casa, como el relax que disfruta el bebé cogido en los brazos de la madre, como la experiencia de reconocimiento que el caminante tiene en el cuerpo y en el alma cuando finalmente vuelve a su casa. El otro es deseado como un cuerpo que acoge, una casa en la que protegerse de la intemperie, el mundo en el que es posible hablar la propia lengua. El modo en el que este deseo se expresa en la pareja está imbuido del miedo de que el otro no esté donde querríamos encontrarlo, que esté en otro lugar.
Así, la experiencia del otro, más allá del momento del enamoramiento, que por definición es ciego, se siente también como el riesgo de que el deseo de intimidad sea frustrado, como el riesgo de que se repita el fallo experimentado en las relaciones significativas: el otro tiene también la experiencia del extraño que no comprende, del abrazo inseguro que mantiene nuestro cuerpo alerta, de casa ruidosa en la que no es posible reposar. Cada miedo y cada riesgo crean la vibración particular que caracteriza la tensión en torno al otro en la pareja. Cada interacción significativa de una pareja, como también toda su vida, es una historia (auguramos) con final feliz que repara el recorrido de nuestras relaciones significativas, una historia en la que experimentamos nuestra capacidad renovada y crecida de contactar con el otro con plena conciencia, viéndolo realmente más allá del temido rechazo y pudiendo llevar a término el deseo de alcanzarlo.
Sentirse descubierto ante el otro es un sentimiento delicado: a menudo se llena de los dolores pasados, percibidos como evidencia de una intención negativa del otro. El otro es malvado (experiencia paranoide), o quiere embrollarte (experiencia borderline), o es demasiado pequeño, necesitado de nuestra ayuda e incapaz de contenerse (experiencia narcisista): son sentimientos que llenan el vacío en el que nos lanzamos cuando reabrimos la posibilidad de comprometernos en un contacto importante, significativo, en el que hemos puesto la potencialidad de construir una intimidad. Es simplemente más seguro permanecer sobre terreno conocido. Incluso (re)conociendo las motivaciones del otro como típicas de una manera suya de reaccionar y no ligadas a la falta de comprensión o desinterés en nuestros límites, a veces no conseguimos dar el nuevo paso; por ejemplo, no pedimos disculpas después de haber comprendido que hemos ofendido al otro, no sonreímos aun sabiendo que esa sonrisa sería la solución de una disputa. En fin, nos arrojamos obstinadamente en los viejos esquemas por el simple miedo de cambiar.
La psicoterapia de pareja, la Orientación Familiar, puede ayudar mucho a mejorar el estar en pareja. La solución no está en el sacrificio de los deseos individuales en favor de las reglas del vivir social en familia, sino en el reapropiarse de la espontaneidad del vivir con el otro.
En la escuela de especialización en psicoterapia enseñamos a médicos y psicólogos, no a hacer que las parejas no se peleen, sino a hacerlas capaces de sentirse vivas, creativas en su relación, de «jugar». Esto puede implicar momentos de conflicto, ya que atravesar el dolor de las heridas provocadas por el comportamiento del otro puede implicar atravesar la humillación de no sentirse acogido por él, pero ciertamente presupone el objetivo de llegar a la intimidad, el coraje de expresarse a sí mismo y no aplacar el conflicto antes de tiempo. La psicoterapia no tiene nada que ver con dar o quitar la razón a uno o a otro, debe sobre todo mejorar la forma que tienen de funcionar como unidad, el modo en el que gestionan su intimidad relacional, la capacidad de darse apoyo recíproco y encontrar en el otro un lugar «fiable». El modelo que he desarrollado dentro de la psicoterapia de la Gestalt, publicado en un libro americano editado por el profesor Robert Lee, de Boston, y recientemente en la prestigiosa revista italiana Terapia Familiar, afronta los problemas de pareja centrándose en los aspectos positivos de la interacción entre ellos. Que la pareja experimente, incluso en el momento de coraje en el que pide ayuda, que ha hecho espontáneamente alguna cosa para funcionar bien, es un gran apoyo que predispone a los miembros de la pareja a la escucha de la intencionalidad positiva del otro, más allá de los miedos percibidos en la falta de acogida de él/ella. La «queja» del otro, que primero era recibida como una acusación, ahora es entendida como un deseo de contacto, de ser acogido y de ser considerado capaz de acoger al otro.
El otro no está a nuestro lado para curar nuestras antiguas heridas, sino para crear una nueva relación. Aceptar lo que hay de nuevo e inesperado en el otro consiste en renunciar a curar las propias heridas antiguas y, paradójicamente, consiste en verlas de otra forma. Si renunciamos a ver al otro como la persona ideal, capaz de curar nuestras antiguas heridas, podremos ver lo que él o ella hace ya por la relación. Este revolucionario cambio en la percepción del otro hace posible permanecer en pareja sin renunciar a la propia espontaneidad y gozar de las ventajas de no estar solos.»
Texto basado en “Estar en la frontera de contacto con el otro: el reto de toda pareja”, publicado en la revista Terapia Familiare nº86, 2008, pp. 55-73
Fuente: TERAPIA Y FAMILIA