Historia de Mauro
por Fidel León
Mauro había nacido en una familia difícil. Una de tantas familias en que los padres se sentían permanentemente tristes, porque siempre habían oído que la vida era un valle de lágrimas y nacíamos para sufrir y ganarnos el sustento con el sudor de nuestra frente. Era un mensaje una y otra vez escuchado por doquier. Por eso los padres de Mauro sólo le habían podido transmitir tristeza.
Los padres de Mauro habían nacido y crecido en un pueblo en que todas las personas seguían las arraigadas costumbres de sus ancestros. Durante su infancia, los niños iban a la escuela, pero muy pronto debían ponerse a trabajar para ayudar a sus padres. La mayoría de las familias del pueblo eran pobres.
Había un solo señor, –el rico del pueblo– que apenas conocían, y que tenía muchos sirvientes; su finca era demasiado extensa como para poder verlo por el pueblo. Además se trataba del amo y señor de todo lo conocido por aquellos contornos, y los demás cultivaban las tierras del señor, a quien debían entregar la mayor parte de su cosecha, de forma que apenas podían ahorrar para el día de mañana, cosa que les preocupaba profundamente. Eran, pues, pobres de solemnidad. Pobres en todos los sentidos, pobres de alegría, pobres de amor, pobres de confianza, pobres de dinero, pobres muy pobres.
La vida no tenía mucho sentido para ellos. Solo había una salida, si es que lo era. Marcharse a la ciudad o casarse en cuanto encontrasen a alguien pudiente o por el contrario estaban condenados a casarse con otro u otra en situación semejante, tener hijos para que les ayudasen en las labores del campo y de esta manera seguirían vivas las antiguas costumbres.
La vida era triste y no merecía la pena, pero no había otra cosa, así que no quedaba otro remedio que resignarse. Ya decían los curas: Paciencia y Resignación.
Mauro era el mayor. Sus padres y todo su entorno, de forma totalmente inconsciente, le habían inyectado el germen de la desesperanza, de la desilusión y del desamor. Creció convencido de que la vida era, tal como pensaban sus padres, y todos los demás, un valle de lágrimas.
A pesar de ser un chico agradable, su cara dejaba traslucir un profundo tinte de amargura y tristeza. A veces reía a carcajadas, pero inmediatamente volvía a su aspecto triste.
Cuando intentaba sonreír, forzaba la sonrisa con un gesto difícil de describir. Se le cerraban los ojos casi por completo y se le estiraba la piel de la cara por debajo de los pómulos, pero no conseguía una simple sonrisa. No lo había conseguido ni siquiera de niño.
Todo indicaba una falta de alegría interior, a pesar de que en el fondo era una persona buena. Siempre intentaba la aprobación de los demás en todo lo que hacía.
En el fondo seguía las pautas marcadas por sus padres de no ser merecedor de nada que no hubiera conseguido con un gran esfuerzo propio.
Había escuchado muchas veces en su casa que todo costaba mucho esfuerzo y que nadie regalaba nada. Él había nacido pobre y pobre se moriría. Ese era su destino.
Su vida era triste, muy triste. Eso era lo que reflejaba su rostro.
Un día sus padres, decidieron ir a la ciudad en busca de un destino mejor, creyendo que su desgracia provenía de vivir en un pueblo con tan pocas posibilidades. Vendieron lo poco que tenían y llegaron a la ciudad.
La vida en la ciudad no tuvo unos comienzos fáciles, más bien al contrario, todo resultó difícil y complicado, porque la vivienda era un tema primordial del que les costó mucho salir airosos. Todos los mayores tuvieron que ponerse a trabajar. Daba lo mismo cómo, dónde y cuándo. Lo importante era poder trabajar para, al menos, tener donde dormir.
Poco a poco se fueron resolviendo los acuciantes problemas referentes a la supervivencia familiar.
Mauro era suficientemente inteligente como para ver que si realmente quería, allí podría desarrollar todo su potencial.
Su mayor deseo era formarse para poder ayudar a otros. Su intención era muy buena, pero siempre aparecía el fantasma de la tristeza y del desánimo.
¿Qué le estaba ocurriendo?
Una y otra vez, volvía a comenzar pero,… el freno volvía a impedirle avanzar.
Era desesperante. Por fin un día terminó los estudios y comenzó a trabajar. Le agradaba su trabajo. Podía ayudar a las personas. Podía ganar algo de dinero. La vida podía comenzar a sonreírle. Creyó que sus problemas estaban solucionados.
La ciudad había conseguido que se realizara el milagro. Su vida triste había terminado. Al menos eso creía Mauro en esos momentos.
Mauro conoció a una chica y movido por las ganas de seguir adelante en todos los procesos de la vida… Se casó. Parecía que la vida había tomado un cariz más alegre….pero de nuevo, los fantasmas del pasado volvieron a aparecer.
El milagro se esfumó en poco tiempo… Su pareja no le trataba con la delicadeza que él hubiera deseado. La manipulación y el chantaje se convirtieron en el pan de cada día. Así no podía ser feliz. Se sentía manipulado, chantajeado, oprimido y angustiado.
¿Qué pasaba? ¿Es que él no se merecía una vida feliz? ¿No se merecía compartir su vida con alguien que le tratase bien?
Se sentía desdichado. Estaba a punto de echar todo a rodar. La vida no tenía sentido. Se separó y volvió a casa de sus padres donde el panorama no era mejor. Su hermana estaba deprimida y no ayudaba en casa, sus padres ni siquiera se aguantaban. Mauro pensó que no valía la pena quedarse en casa y se marchó.
Se había formado pero no tenía trabajo. ¿Es que no se había formado bien? ¿Es que los demás se habían formado mejor o tenían más suerte? Mauro estaba lleno de dudas y de insatisfacción. En realidad estaba deprimido. La vida le estaba resultando demasiado dura. Tiró la toalla y comenzó su vida de vagabundo…
Un día de invierno se sentó acurrucado a las puertas de unos grandes almacenes. Era la época de las compras compulsivas o al menos eso era lo que parecía, porque no dejaba de verse gente entrando y saliendo de una gran superficie comercial. Todos salían cargados de bolsas y cajas.
Parecía que Mauro no hubiese leído el rótulo. Se trataba de un gran rótulo en letras mayúsculas: «¡TODO ES GRATUITO!» y en letras más pequeñas: «Sírvase usted mismo». La gente entraba, miraba, reía, escogía aquello que más le gustaba y los dependientes se lo preparaban en papel de regalo y bolsas de adorno.
Mauro no se acababa de creer que eso fuera realidad. Sí que había leído el rótulo pero pensó que si intentaba entrar con su aspecto de vagabundo, tal vez lo echasen a patadas. Se acurrucó a un lado para que nadie le diese un golpe.
La luz de los focos de los grandes almacenes estaban dirigidos hacia el interior por lo cual, del exterior solo iluminaban la entrada y poco más. Era difícil distinguir a Mauro, que tiritaba de frío en la noche oscura.
Al lado de los Grandes Almacenes iluminados había una ladera oscura por la que se deslizaba sigilosamente una sustancia gelatinosa oscura similar al chapapote. Se trataba de algo viscoso, resbaladizo y oscuro.
Mauro, adaptadas sus pupilas a la oscuridad, comenzó a percibir cierto movimiento en la masa gelatinosa, aunque no podía precisar de qué se trataba. Se acercaba lentamente hacia donde él se encontraba, pero le faltaban fuerzas para moverse. No le importaba. Prefería dejarse llevar por la inercia…
Conforme avanzaba la noche, también lo hacía la sustancia gelatinosa, de forma que ya la sentía pegada a sus andrajos. Siguió inmóvil.
Mientras tanto, la luz del Gran Supermercado iluminaba a las personas que atravesaban el umbral de sus puertas correderas de cristal. Entraban alegres y contentas por haberse dado cuenta de que todo estaba a su disposición sólo por el hecho de aceptar esa posibilidad.
A Mauro, sin embargo, la sustancia oscura y gelatinosa ya le había llegado a rodear casi por completo y comenzaba a sentir un cierto desplazamiento como empujado hacia abajo por la ladera. De momento le pareció que sólo era una sensación, pero enseguida se dio cuenta de que se trataba de algo más que la sensación. Se estaba deslizando casi al ritmo de la masa.
Unos minutos más tarde, Mauro se encontraba ya un metro más abajo de donde se había acurrucado al principio. Pero no tuvo fuerzas para incorporarse, por lo que poco a poco siguió deslizándose casi imperceptiblemente, hasta llegar al fondo de la ladera, que comunicaba con la entrada de un colector de aguas residuales.
La oscuridad de la noche se había apoderado del lugar. Mauro no sabía donde se encontraba y apenas distinguía la luz proveniente del Gran Supermercado Gratuito.
Comenzó a notarse mojado e incómodo por la inmovilidad que le producía la masa gelatinosa, pero el agua le facilitaba desprenderse de esa molesta gelatina, así que empezó a pensar en la posibilidad de desprenderse de aquella opresión.
Le costó un gran esfuerzo pero lo hizo. Apenas veía pero se levantó y, con ayuda del agua maloliente, comenzó a desprenderse de sus ropas pegajosas, hasta quedarse desnudo completamente. El frío de la noche le hizo comenzar a moverse para entrar en calor y subió rápidamente la ladera hasta encontrarse desnudo en el mismo lugar donde se había quedado acurrucado.
De nuevo el freno incontrolable le impidió entrar en el Gran Supermercado Gratuito, pero en su interior comenzaba una lucha. ¿Por qué yo no puedo entrar y los demás sí? ¿Soy un ser humano? ¿Soy consciente de que lo soy? ¿Qué me diferencia de los demás? ¿Tiene importancia mi aspecto externo? ¿Me dirán algo? ¿Me echarán fuera? ¿Merezco una vida digna? ¿y un vestido digno? ¿y un trabajo digno? ¿Todo esto que estoy pensando, de dónde me viene?
Muchas preguntas, pero las respuestas, aunque tardaban en venir, Mauro sabía que estaban en su interior. La última pregunta le había dado la clave. Todo estaba dentro de él. Tanto el ánimo como el desánimo, tanto el amor como el desamor, tanto la alegría como la tristeza, tanto la riqueza como la pobreza…. Todo está dentro de mí, pensó definitivamente.
Después de estas reflexiones, haciendo un acopio de fuerzas, atravesó la zona de sombras y se dirigió hacia la luz atravesando el umbral del Gran Supermercado Gratuito.
Mauro se dio cuenta de que nadie se fijaba en su desnudez. Le dejaban paso libre o le mantenían la puerta del ascensor abierta para que entrase sin ningún reparo…
A pesar de su extrañez, Mauro siguió su camino con el fin de escoger una ropa adecuada con la que vestirse, y una vez escogido lo necesario, se fue a unos aseos.
Entro en la ducha se limpió de todos los restos de su experiencia en la oscuridad, se vistió con la nueva ropa y… parecía otro.
No paraba de mirarse en todos los espejos, se miraba de frente, de perfil y de espaldas. No acababa de creerse que fuera realidad. Se pellizcaba la cara para sentir el pellizco. Finalmente acabó creyendo en la realidad que estaba viviendo, y en ese momento, toda su vida anterior le pareció una terrible pesadilla.
Ahora se sentía con fuerza, con alegría, con amor hacia todo y hacia todos. Se sentía merecedor de todo lo bueno que pudiese desear. Era un ser humano digno. A partir de ese momento podría transmitir alegría a los demás, pero su dura experiencia anterior podría ser un ejemplo de superación para otras personas que tuviesen experiencias similares a la suya… Podría ayudar de verdad…
Mauro era un Hombre Nuevo.