Voy a hacerte una confidencia. De niña, e incluso hasta bien entrada la adolescencia, tenía una curiosa costumbre. Cuando llegaba la hora de acostarme, tenía que apagar la luz desde el interruptor de la pared que estaba al otro lado de mi habitación (y de la cama), cerca de la puerta, lo cual quería decir que tenía que recorrer un pequeño tramo a pie desde la puerta hasta la cama, en la oscuridad. La oscuridad no me daba miedo, lo que me daba miedo era el mundo que yacía fuera de mi control debajo de la cama. Mientras hacía ese recorrido i-n-t-e-r-m-i-n-a-b-l-e, aparecían en mi mente posibilidades insólitas de todo tipo de seres que salían a invadir mi espacio, aprovechando la oscuridad reinante. Esto continuó durante un tiempo, hasta que, aprovechando que era buena gimnasta, desarrollé una ingeniosa estrategia. En el instante de apagar la luz, en vez de hacer aquel interminable recorrido a pie, cogía ímpetu y daba un salto monumental desde la puerta hasta la cama. La estrategia del salto monumental me vino bien durante una temporada porque acortaba el tiempo en el que los pensamientos negativos se mezclaban en mi mente como una sopa de miedo.
Una de las preguntas que hago a mis clientes cuando expresan lo que desean crear en sus vidas, en sus empresas o en sus relaciones, es:
“¿Y qué te lo impide?”
A lo largo de mis años de práctica he escuchado todo tipo de respuestas: No sé cómo. Temo renunciar a mi situación actual. Mi mujer/marido/pareja/madre/padre/hija/socio nunca lo entendería. Aún no me siento preparado. No tengo el dinero. Todavía me queda algo que completar en la situación en la que estoy (y en la que lleva años sin evidencia de ese “algo”). Son los “motivos” subyacentes que yo misma me doy a veces y que me retienen en mi zona de confort. Pero cuando continuamos en nuestra indagación, el denominador común que subyace a todas estas respuestas es el siguiente:
MIEDO a un FUTURO IMAGINADO
Toma nota de esta interesante combinación: Miedo. Futuro. Imaginado.
En este futuro imaginado intervienen todo tipo de imágenes y audiciones de lo más creativas: es una verdadera receta para la sopa de miedo. Y mientras mi cliente ingiere la sopa de miedo de su propia creación, se mantiene en su zona de comodidad, donde las posibilidades y opciones para la transformación y el cambio que anhela, y que son parte de su visión, brillan por su ausencia.
Con el estudio y la práctica a lo largo de los años, he ido entendiendo que existen dos tipos de miedos: el miedo consejero y el miedo carcelero. El miedo consejero es el que nos aconseja mantener cierta distancia de un animal rabioso, o agudizar los sentidos al andar por una calle poco transitada de madrugada. Es un miedo útil, deseable y necesario para desenvolvernos en nuestro mundo, y es inherente a los seres vivientes que habitamos en él. Cuando desaparece la amenaza, desaparece el miedo. El miedo carcelero es el que nos mantiene haciendo lo que siempre hemos hecho y de la manera en la que lo hemos hecho, por temor a ese “futuro imaginado”. Es un miedo aprendido mediante años de práctica. El miedo carcelero es el miedo consejero alimentado por nuestras imágenes y audiciones internas (y a veces las externas también) una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez… Es el miedo que nos mantiene habitando en nuestra zona de confort durante años o décadas.
La zona de confort es una especie de burbuja imaginaria en la que habitamos cuando desarrollamos nuestros pensamientos o acciones más rutinarios, todo aquello a lo que estamos acostumbrados, lo que siempre hemos hecho o que nos “han dicho” que hagamos: tener un trabajo convencional, hacer la misma carrera que tu padre/madre, casarte, trabajar en la empresa familiar sin vocación para ello, tener hijos a partir de una edad, no desafiar a la autoridad por ser autoridad, desconfiar de cualquier persona desconocida, y más. En una ocasión, siendo una joven universitaria, acompañé a la estación a una amiga que iba a coger un tren. A modo de despedida y de forma automática, le solté una frase que mi madre siempre me había dicho a mí: “Buen viaje. ¡Y no hables con extraños!” A lo cual, mi sabia y pícara amiga, contestó: “Why not? It might be fun!” (¿Por qué no? ¡Puede que sea divertido!), arrancando de cuajo una de esas creencias no cuestionadas que había echado raíces en mi inconsciencia. ¡Por suerte!
El coach Steve Hardison, cuando escucha los impedimentos de sus clientes, “Yo no podría”, “Yo soy así”, “Yo nunca lo he hecho”, les dice: “¡Pues no seas tú! ¡Sé otra persona!” Cuando mis clientes me dicen, “No soy ese tipo de persona”, me gusta, desde el humor y la picardía, responder, “¡Pues claro que no lo eres! ¡Puedes elegir tu persona!” Y les recuerdo que el origen de la palabra persona viene del teatro clásico, en el que no existían altavoces, por lo que los actores llevaban una máscara que reflejaba su estado emocional por la mueca de la boca, en la que también había una ranura. Esta abertura bucal hacía que el sonido se concentrase y se proyectase mejor la voz: “per sona”. Entonces, persona es lo que hace sonar o resonar (sona) a través de (per). ¿Qué “persona” te ayuda a resonar mejor? Te remito a una pregunta que hice en una entrada anterior, y que me hago al menos una vez al día: ¿En quien te tienes que convertir para serlo / hacerlo / tenerlo?
Fuera de la zona de confort encontrarás todo aquello que te desafía, que reta tus creencias más arraigadas y paralizantes, que te sacará del hastío y la repetición. Es donde se encienden tu creatividad, tu fuego interior y tu pasión. TODAS las posibilidades para la transformación y el cambio están fuera de tu zona de confort. Por eso esta crisis es tan dolorosa a veces: porque nos ha lanzado fuera de nuestra zona de confort, a la zona, no ya de alarma (que es la zona intermedia, del cambio moderado) sino a la de pánico, a la que exige una remodelación de nuestra misión, nuestra identidad, de nuestros paradigmas y de todas nuestras acciones.
Así iba pasando el tiempo, me daba cuenta de que aquel salto monumental no era demasiado dignificante para una joven a punto de convertirse en “señorita”, como decíamos en aquel entonces. Pero como la fuerza invisible de mi imaginación aún imperaba en el oscuro reino de debajo de mi cama, fui desarrollando otras estrategias, la última de las cuales, y que no tuve que repetir sino un par de veces, fue la de hacer aquel recorrido interminable, apuntando con una linterna debajo de la cama, y como última acción antes de dormirme, asomarme por un lado de la cama e iluminar con la luz de la linterna aquel mundo invisible donde lo peor que podía ocurrir era mi propio movimiento mental.
Vacía tu cuenco de la sopa de miedo y pregúntate: ¿De qué manera voy estirar mi zona de confort en los próximos días?
Mucha Luz en tu camino. Y gracias por tu compañía.
Fuente: El coaching transformador