A veces nos faltan palabras para designar, explicar o transmitir lo que nos está pasando. Sentimos esa sensación de malestar psíquico y algo dentro de nosotros nos obstaculiza el saber sobre lo que nos está sucediendo.
Decimos “me siento mal” pudiendo expresar con esto una gran tristeza o bronca, un dolor de estómago o de cabeza, una irritación de ojos, cansancio, etc. Esta palabrita, “mal”, sirve para todo.
En general se trata de una cuestión de vocabulario. Cuantos menos vocablos tengamos incorporados menor va a ser la posibilidad de expresar con cierta precisión lo que nos ocurre.
La primera condición para iniciar un cambio en tu vida es saber qué te está sucediendo. En ocasiones, no se poseen los parámetros necesarios para ponerse a pensar. Se sufren las carencias, los problemas, las dificultades, pero cuesta ordenarlas de tal manera que no sólo las conozcamos mejor sino que nos permita empezar a buscar soluciones.
Tú mismo habrás observado cuánta gente manifiesta no sentirse feliz. Esta expresión engloba tantas cosas que es imposible definir qué le está sucediendo. Quizá no se sienta feliz porque ese año no sale de vacaciones o porque no puede comprarse el TV de 37 pulgadas o porque tiene discusiones con su pareja o porque su hijo suspendió cuatro asignaturas o porque acaba de cumplir cuarenta años y se siente viejo o porque los análisis le indican alto colesterol o porque tiene serias dudas sobre la existencia de Dios o porque se pregunta para qué nació o qué sentido tiene su vida, o porque los hijos todavía, muy mayores, dependen de él o ella y… podríamos seguir así hasta el infinito.
Otros consideran que el ser feliz tiene que ver con sentirse completo, sin necesidades ni deseos. Ser el todo, poseerlo todo. Una especie de ente abstracto que nada tiene que ver con lo humano. Este es un fenómeno que está en el principio del desarrollo humano. Podemos rastrear sus orígenes en la relación madre hijo siendo cada uno una parte del otro y viviendo, hasta cierta edad, una ilusión de todo es perfectamente completo que se quiere reeditar a lo largo de la vida. Este anhelo de ser completo, sin fallas, sin carencias, sin “agujeros”, está muy generalizado. Como si la gente tuviera la intuición profunda de la existencia de un primigenio paraíso en donde todas las necesidades eran satisfechas en el momento.
Pero la existencia diaria nos muestra otra cosa: vivimos en estado de carencia. Somos humanos y, por lo tanto, vulnerables. Cada vez que percibimos una falta, una carencia, sentimos disgusto. Estamos viendo televisión y de golpe se corta la electricidad. Nos sorprende y comenzamos a generar hipótesis. Lo primero que pensamos es si se tratará de una falla de la casa. Inmediatamente salimos a la calle para preguntar a los vecinos si tienen luz. Se trata de hechos simples y cotidianos pero no por ser así deja de sorprendernos y enfadarnos. LO REAL nos golpea bruscamente.
Y lo que agrava la situación es que mucha gente quiere vivir en un mundo hecho a medida, como Adán. Ni que hablar, entonces, de accidentes, muertes, malas noticias o el teléfono que suena a las tres de la madrugada. Sobreviene un instante de desorientación hasta que encontramos alguna explicación que nos tranquiliza o algún recurso para resolver el problema. Hay otros ejemplos de irrupción de las carencias. Piense en esas personas competitivas que necesitan poseer algo mejor que lo que otro compró; o las que recurren periódicamente a la cirugía plástica, o se machacan en el gimnasio porque no aceptan la aparición de las arrugas propias de la edad o el paso de la misma; o los que deben cambiar de coche porque “no soportan” que el modelo nuevo tenga prestaciones y cosas chulas que el suyo no posee.
Los ejemplos son infinitos como infinitas las carencias. No reconocer los agujeros o querer taparlos a toda costa, insume tiempo, vida, esfuerzo y dinero. A la corta o a la larga nada de lo que hagamos servirá: aparecerá la nueva computadora, el nuevo auto, la nueva arruga, habrá cortes de luz, moriremos.
Muchos razonan diciendo: Si hago un curso de control mental o meditación o leo libros de autoayuda o hago este o aquel taller vivencial, voy a recibir la información que necesito, el gran secreto para alcanzar la felicidad completa, el Gran Manual que alguna vez hemos mencionado. Después de todos los intentos sobreviene la frustración: la felicidad completa, la perfección no existe. Si la gente buscara en esas técnicas lo que cada una puede dar se sentiría satisfecha. Pero no. Este o aquel curso de autoconocimiento ¡Son buenísimos! Pero, pasado un tiempo, la felicidad no aparece, el entusiasmo decae y se reinicia la búsqueda. Buscamos un imposible y además no pasamos de la superficie en la lucha por hacer realidad nuestros objetivos, quedándonos en la pura teoría.
A diferencia de los que buscan soluciones mágicas hay personas que saben que el conflicto está en ellas mismas y quieren conocerlo. Lo perciben como un algo que no se sabe bien qué es, pero que se hace sentir por una sensación de vacío, de futilidad, de angustia indefinida, una vivencia profunda de que la vida, tal como se está viviendo, no tiene sentido. Un “no sentirse bien” del que no se puede hablar porque, como dijimos, no se encuentran las palabras apropiadas para definirlo.
Sobre el libro del Lic. E. Jorge Antognazza
¿Qué hacer con la vida?
Fuente: TERAPIA Y FAMILIA