¡Vete sombra! le dijo la niña pequeña a la sombra que había en el pasillo, y la sombra no se iba. La pequeña se asustaba cada vez más, ante aquella sorda sombra que se mantenía siempre a la misma distancia, por mucho que ella le gritara y ordenara.
La tenía pegada a los pies. Se la quiso despegar, y al ir a frotarlos para separarla, metió los dedos regordetes dentro de la sombra.
«¡Qué susto, no la he notado, pero no me gusta tenerla encima.»
A los pocos años la niña leyó el cuento de Peter Pan, cómo este ha perdido la sombra, pero Wendy se la cose de nuevo. La niña pensó que ella, si hubiera estado en el lugar de Peter, no se la hubiera vuelto a coser, ni loca. ¡Que no, que no le gustaba tener sombra!
Parecía que le recordaba cosas sobre ella que no le gustaban: que iba mal peinada, por ejemplo, porque cuando la miraba en la acera y veia su cabeza con esa forma de seta… le entraban ganas de perderla de vista.
Y con los años lo consiguió, consiguió perder de vista a su sombra, no fijarse en ella, no mirar su imagen proyectada en el suelo, en la pared, sobre los objetos, las personas y plantas, sin discriminación ninguna. No miraba a su sombra, y así no la sentía.
A esta muchacha le gustaba la luz, lo iluminado, pero su sombra le seguía a todas partes, fiel….
Fuente: Gestalt y Vida