Ella recibió la desilusión con serenidad, como si la hubiese estado esperando en algún momento. Pero no. Nunca estuvo aguardando por ella. Con esas convicciones que se fortalecen en los momentos de mayores infortunios se dio cuenta de su coraje. Resuelta en su determinación sabía que ella era más valiente que la desdicha. Asumiría la infelicidad como una amazona y lloraría con los ojos bien abiertos. Ese mismo amor que le había hecho pestañear más rápido, ahora le había llenado la piel de incertidumbres. En su vergüenza ese mismo amor le pidió indulto a suplicios. Ella no creía en las reivindicaciones; no sabía si lo debía absolver. Estaba segura que podía acabar con todo, no sabía si debía, porque sí lo hacía sería para siempre. Conocía muy bien sus decisiones definitivas. Y estaba confundida entre sus sentimientos y sus reservas. Podía seguir sola. Estaba clara. Eso no la asustaba. Decidió firmar la amnistía porque los latidos de su corazón todavía no se habían desacelerado. Pudo perdonarlo sin aprensiones propias. Estaba enamorada. Iba apostar al amor sin miedo. Pero si la desventura la llegaba a visitar otra vez no se lo perdonaría a sí misma.
Fuente: Terapia de piso