El otro día, en una amena conversación con mi cuñada Rocío, me contó una anécdota que había narrado una mujer en Canal Sur Radio. Me impactó tanto que creo conveniente compartirla. La señora que llamó a la radio, se llamaba Isabel, contó los siguientes hechos:
Resulta que tenía una vecina que, desgraciadamente estaba viviendo los últimos días de su vida, acechada por una horrible enfermedad. En su lecho de muerte, y casi sin aliento, rodeada de sus seres queridos les dijo a sus hijas:
– Hijas mías, cuando me muera, quiero que me pongáis…
– No madre, no hablemos de eso ahora.
– Pero escúchame. Es importante, quiero que me pongáis…
– No madre, por favor, queda mucho tiempo para ese momento, no hables de eso ahora.
– Escúchame, por favor, es muy importante para mí…
– No madre, calla.
– Encima del ropero.
– Calla madre, descansa.
– En aquella caja.
– Madre calla, por Dios.
– Quiero que me pongáis lo que tengo guardado en aquella caja. Lo tengo preparado para ese momento.
– Muy bien madre, lo que quiera, pero descansa y no malgastes energías ahora en esas cosas.
Pocos minutos más tarde, la débil madre exhaló su último suspiro y las hijas lloraron desconsoladas su gran pérdida. De inmediato llamaron a todos los familiares, y comenzaron los preparativos para el funeral. No dudaron en ir en busca de la caja que, su madre guardaba celosamente para tan especial momento, y coger el atuendo que ella misma había predispuesto. Cual fue su sorpresa cuando, al abrir la caja, una vez rescatada de encima del ropero, ven dentro un espectacular traje de flamenca, con su peineta, sus rosas para el pelo, sus pendientes, su collar, sus zapatos de gitana, y todo complemento pertinente para tan ornamental atuendo. Las hijas no daban crédito. Estuvieron largo rato discutiendo si cumplir su último deseo o escoger algo más apropiado. Finalmente, tras varias discusiones con familias, vecinas y demás gente allegada, decidieron que si pasar el resto de su no existencia vestida de flamenca era su sueño, quienes eran ellas para robarle el sueño. Entonces se pusieron a preparar a la difunta, con todo detalle de adornos, le pintaron los coloretes y los labios de rojo pasión, le recogieron el pelo en un moño bajo y le plantaron las rosas bajo la oreja. Era la difunta más vivaz que se había visto nunca. Parecía una muñeca de famosa metida en una gran caja de juguete. Expusieron la caja abierta, para que todo el mundo viera lo guapa que estaba la muerta, no con pocos problemas, pues meter ese jaleo de volantes y cancanes dentro del ataúd fue una labor harto complicada. No obstante, el resultado fue estupendo, y las hijas estuvieron satisfechas, pues a pesar de parecer un entierro de broma, se estaba cumpliendo la última decisión de quien siempre había mandado en su casa.
Hubiera sido una bonita historia, de haber quedado aquí la cosa. Pero claro, el destino es cruel con los que se portan bien, muy a pesar de sus creencias o preferencias. Días después, las hijas se reunieron en casa de la madre para limpiar la casa y tirar todo lo que no hiciese falta. Limpiando y limpiando, llegaron al dormitorio de la madre y, encima del ropero, detrás de un montón de cosas, de una manera imperceptible había una caja que guardaba una bonita túnica blanca bordada.
Por eso, es importante dejar hablar a las personas.