Estoy sentado solo, en la mesa de la cocina, con los codos apoyados y el mentón entre una de mis manos como quien espera algo. Desde esa imperturbabilidad que a veces me asusta veo el piso. Las paredes blancas. La olla sobre la hornilla. La manilla de la puerta de mi cuarto. Pienso en mi cordura. Cierro los ojos. Estoy tan fastidiado que no puedo llorar. Escucho los agites de mi respiración. Me veo solo en la mesa. Pienso en que los sábados por la mañana siempre me resultan devastadores. Siento las gotitas de sudor frío en mi columna. Veo el temblor arbitrario de las persianas de la ventana de la cocina. Veo el enchufe. Veo el techo. Veo el almanaque que está colgado en una de las paredes. Me pregunto qué espero. Me muerdo el dedo índice en una manía que me he descubierto. Cuestiono mi lucidez. Estoy gobernado por una pasiva inquietud. Muevo los pies de manera desordenada debajo de la mesa. El viento hace de nuevo que las persianas prorrumpan en una melodía desafinada. Me levanto de la mesa a lavar la taza en la que desayuné avena esta mañana. Mi respiración sigue forzosa. Abro el grifo y después de enjuagar la taza veo las burbujitas de agua que se reproducen espontáneas en el desagüe. Y escuchando el agua repicando en el fregadero pienso en que es fácil. Voy hacia la puerta y me asomo por la mirilla. Más allá de ese pasillo deformado que se registra por el vidrio de aumento algo me espera. Yo lo sé. Me recuesto de espaldas en la puerta, respiro con algo de agonía y me vuelvo a preguntar qué estoy esperando.
Fuente: Terapia de piso