En ocasiones se nos dice que un terapeuta, un orientador, un psicólogo, pueden hacer perder la libertad de la persona y dirigir su vida como si de una marioneta fuera, ya que las voluntades, los problemas y las emociones de una persona que acude a que le ayuden, no pasan por sus mejores momentos. Es capaz de creer que necesita al terapeuta para dar cada paso que necesita en su vida y tomar las decisiones que debe tomar. Pero yo niego rotundamente este pensamiento, esta actitud, o por lo menos no debería ser así, ya que el Orientador no debe ser otra cosa que un facilitador, alguien que alumbra un camino para que el cliente marche por sus medios, se reubique y vea luz “al final del principio de su camino”.
Nada puede seguir eternamente de igual manera siendo útil, si cambian las cosas a nuestro alrededor. Es decir, que si las cosas cambian y nosotros no cambiamos, ¡mala cosa!, o por lo menos, adaptación. Bajo esta premisa, y esto sucede en nuestro ámbito continuamente, el Orientador debe ser ese facilitador de cambios, un profesional que sepa leer entrelíneas las necesidades del cliente que se van infiriendo del relato de su propia vida e inquietudes en las sesiones que se mantengan.
Se hace de reeducador para que el agobio desaparezca y tratar los problemas con comprensión, empatía y no sin una pizca de enfrentamiento a las situaciones que perpetúan sensaciones afectivas dolorosas. Si somos orientadores debemos orientar, hacer conducir hacia el objetivo principal de volver a ver la luz y volver a caminar ante la vida con la actitud necesaria. Y no podemos olvidar que también somos acompañantes en momentos dolorosos, enfrentando al paciente con él mismo y con sus propias limitaciones, a veces, intentado bajar el nivel emocional para que sea posible la escucha y la comunicación eficaz en ambas direcciones, tanto entre los miembros del sistema familiar como entre clientes y Orientador.
Por todo lo antedicho, el Orientador familiar también va a intentar ajustar los malentendidos que provocan las heridas que alejan a las personas por una comunicación inexistente o ineficaz, intentando aliviar cargas y reforzar las relaciones frágiles para rescatar un trato comunicacional asertivo y coherente, que vaya más allá de las consecuencias obvias relacionadas con la ansiedad y la culpa. Y una de las claves va a consistir en no permitir que las circunstancias externas nos marquen un ritmo estéril que nada tenga que ver con los nuestros, con los internos, tanto los personales como los de pareja, es decir, aquellos que nos son trascendentales.
La pretensión no es otra que hacer recuperar sus propias capacidades, el equilibrio y dotar de recursos perdidos, olvidados, o adquirir nuevas habilidades para adaptarse a las circunstancias vitales de cada ciclo evolutivo que la persona necesita. Es, en definitiva, ayudar a ver la forma de que sean autosuficientes para direccionar de una manera organizada e integrada los planteamientos que piden ser cambiados o matizados, porque todo no vale siempre, y merece la pena conservar lo que queremos en nuestra vida, sabiendo introducir de la forma adecuada los cambios necesarios para vivir y sentir que, en la medida que se puede, somos los verdaderos artífices de nuestra vida.
Juan José López Nicolás
Fuente: TERAPIA Y FAMILIA