De momento no tengo nada, sólo un montón de bonitas palabras. Palabras que adornan, que endulzan, que engalanan. Palabras rimbombantes, palabras agitadas, que parecen traer nuevos vientos, aunque no traigan nada. Y cuando, una vez más, pasa el tiempo, y sólo tienes palabras, unas que se llevó el viento y otras que, escritas, no saben a nada, ya no crees en la vida, ya sólo esperas silencio, de todos aquellos que gritan, sin decir nada cierto. Hoy en día, que tan poco valen las palabras, que todos hablamos por hablar, sin pensar apenas en el valor de lo dicho, ¿qué importan las palabras?. Todos decimos y decimos y de aquello que pronunciamos, nada es tan importante como lo que callamos.
Esa es mi riqueza: palabras tras palabras, encarceladas en un viejo ordenador, que tiene las horas contadas.
Ojalá las palabras tuvieran valor absoluto. Ojalá costara un céntimo cada palabra que sale por la boca de cualquier individuo. Sólo de esa manera nos evitaríamos más de un disgusto. Una multa de mil euros a quien no cumpla su palabra. Que la mentira fuera el mayor de los delitos cometidos por el ser humano, mucho más que el asesinato, pues quien miente con agravio se merece la mayor de las penas. Que la palabra no sea la condena. Que la palabra vaya a misa, que quien la diga sea franca y buena, que las letras no están hechas para bocas halagüeñas que las utilizan para sacar provecho.
Yo te acuso, por derecho, de mentiroso embaucador, que a través de la palabra (gloriosa diosa) y armado de valor, destrozaste la ilusión de una ilusa que te creyó.